La Vida laboral de Acacio Blanco Albar: La realidad que todos vemos (4)

La realidad que todos vemos

La charla pre-jornada de esa mañana se limitó a un café rápido, un breve saludo, un comentario, alguna broma al aire y carrera al puesto de trabajo porque, aunque nadie parece recordar a los compañeros despedidos, el término insubordinado quedó plasmado en la memoria de todos como una amenaza latente para los que pretendan salirse de las normas.

Anterior: Motivación a ultranza. Acacio Blanco Albar pretende cobrarles a sus compañeros el monto que le corresponde a cada uno de ellos por compartir, las otras noches, el taxi. No lo logra y siente que esos recibos le pesan en el bolsillo. Por otro lado, Juan Peña y Emma, lo escuchan hablar por teléfono y malinterpretan sus palabras.

Acacio Blanco Albar busca por los pasillos a Saturnino Segundo. Va a su oficina y no hay nadie, pregunta por él en las máquinas expendedoras, pero los compañeros parecen no saber de quién le habla. Preocupado, insiste en llamarlo. De nuevo salta la contestadora, deja un quinto mensaje con la esperanza que le responda. «Al salir, paso por su casa». Con esto en mente, camina hacia la oficina. Al entrar, lo primero que visualiza son las figuras de Juan Peña y Emma.

Éstos los esperan para explicarles que se van a realizar intercambios interdepartamentales con los asientos de la investigación. Los que encontraron el día anterior en sus escritorios. Por lo tanto hay que llevar algunos documentos en físico, previa copia de los mismos, a otros departamentos y el resto enviarlos por correo electrónico:

—Me refiero a todos los documentos —dice Juan Peña. Emma asiente con la cabeza, los más fieles imitan su movimiento y lo acompañan con murmullos de afirmación. Juan Peña continúa:

—Los realizados en los ordenadores deben imprimirse con copia y llevarlos: Uno, al departamento de investigación general y el otro al departamento de evaluación.

—Les sugiero que pasen primero por mi departamento. Porque yo les voy a dar, como acuse de recibo, un formulario para que los llenen —dice Emma. —Es indispensable que escriban, con letra clara, el número del documento; además, del apellido, nombre, código de empleado y no se olviden de firmarla en el borde derecho de la hoja, antes de escanearla. —Realiza un breve silencio para asegurarse la total atención. Luego continúa. —Una vez escaneada, hay que anexarla al certificado correspondiente y de nuevo enviarla por correo al departamento competente. La planilla en papel, la guardan en una carpeta de archivo que diga en la etiqueta: Acuse de recibos, seguido por sus nombres y apellidos. Así que, repito, cada uno debe tener un archivador con sus respectivos resguardos. —Concluye y junto con Juan Peña se dirigen al escritorio de Acacio. Juan Peña toma la palabra:

—El documento en el ordenador, al que ya le sacaron las dos copias correspondientes y que se entregaron en sus respectivos departamentos, debe permanecer en la misma carpeta de archivo y enviarlo al correo que tienen señalados en este portal del empleado. —La cual abre en el ordenador de Acacio Blanco Albar y la muestra al grupo cercano. Todos miran al monitor de él y luego al propio. —Traten de enviar, por lo menos, veinte correos al día. En sus ordenadores está la página abierta en una pestaña. No la cierren, porque necesitan una contraseña para abrirla y no se las puedo dar y tampoco me voy a quedar con ustedes todo el día… aunque me encantaría… —dijo esto como una broma. Los fieles seguidores ríen y celebran. —Sobre los documentos que están en papeles, sobre sus escritorios, les daremos las indicaciones más adelante. De momento, selecciónenlos por trimestres.

Al terminar de hablar y como al descuido, cierra la página del ordenador de Acacio, luego se dirige junto con Emma a la salida, pero la llamada de éste los detienen en la puerta. El resto de los compañeros, que miran en sus monitores al tan mencionado portal, voltean para observar la escena.

—Acacio Blanco Albar, ¿Qué te ocurre? ¿No te quedó clara la información? —El tono de voz y los gestos de Juan Peña le recuerdan a Daniel, el sub-gerente. Sin embargo Acacio hace caso omiso a esa impresión y responde de forma amigable:

—No es eso Juan, es que la página… —Juan Peña lo interrumpe y en tono sarcástico le dice:

—¿¡Ya se cerró tu página…!? ¿Fue un descuido? No pasa nada… Esas cosas ocurren, pero ¿Tan rápido… o es que amaneciste despistado…? —dice mientras se acerca junto con Emma, ella introduce la clave y el sitio web vuelve a la pantalla. Juan Peña alza la voz para callar las palabras que apenas se asoman de los labios de Acacio. —Recuerden: ¡No cierren el portal! —Esto lo grita. Todos lo miran y reflejan en sus rostros los pensamientos: “¡¿Cerró la página?! ¿Se habrá pasado al grupo de los insubordinados?”.

—Nosotros volvemos a media mañana para ver cómo están. Claro… nos pueden llamar si es necesario, pero… procuren no despistarse… —Y de nuevo mira a Acacio.

—Perdona Juan, yo no cerré la página. Es probable que no te hayas dado cuenta, pero lo hiciste tú… Además, no soy, ni amanecí, despistado.

—Tranquilo, no quise etiquetarte. Por favor, no te sientas mal que me vas a echar a perder la mañana…  —Sus palabras las acompaña con una breve reverencia. Emma esboza una sonrisa y ambos vuelven a la salida. Acacio Blanco Albar trata de explicar al compañero más cercano que lo mira con curiosidad, pero éste se da cuenta de su intención y se hunde en el escritorio e impide cualquier conversación.

Todos los presentes se centran en sus ordenadores y mientras sus documentos hacen cola para imprimir las dos copias que deben llevar al departamento de investigación general y al de evaluación; buscan, en la tan mencionada página, el correo de la división al cual enviarlo.

La dichosa página es complicada de manejar: Primero deben poner el pin del empleado, el nombre y la clave del documento, en ese orden. De lo contrario, regresa al inicio. Al hacerlo de la manera correcta, aparece una pestaña con un Excel que se debe llenar con algunas informaciones, luego surge una contraseña en el borde inferior del monitor, del lado izquierdo, de color azul y al poco tiempo, casi de inmediato, se abre otra que lo devuelve al comienzo y de nuevo, es obligatorio introducir el título del expediente junto con el código que dio la pantalla anterior, para que aparezca la dirección del correo del departamento al cual enviarlo. Se tienen seis segundos para copiarlo. Transcurrido ese lapso, si no se ha introducido el e-mail, retorna al principio y hay que comenzar el proceso.

La mayoría no sabe cómo funciona la página, ni Juan Peña ni Emma lo explicaron, pero algunos ponen cara de saber lo que hacen y prestan una excesiva atención a sus monitores. Otros se centran en organizar las carpetas y miran sobre sus hombros con la secreta esperanza de encontrar a alguien que les explique. El silencio sepulcral se mezcla con la tensión, tan solo se escuchan los pasos de los que van de sus escritorios a la impresora y las voces de los que preguntan de quiénes son los documentos impresos para entregárselos. Han transcurrido casi dos horas y la respiración entrecortada de unos ya comienza a escucharse. Acacio Blanco Albar explota:

—¡Haga lo que haga vuelve a la página de inicio! Si alguien sabe en dónde aparece la clave para que dé el correo, por favor que lo diga. ¡Después de lo que pasó, no quiero llamar a Juan Peña ni a Emma!

No hay respuesta, tan solo se escuchan algunos movimientos de sillas, de papeles. Acacio ya está dispuesto a desplazarse a otros escritorios y alguien susurra:

—Es complicada…

—Más que complicada ¡es absurda! ¡No pienso pasar todo el día en esta tontería! —Se para y camina iracundo. Apenas sale, uno de ellos corre hacia la puerta para espiar y desde allí lo ve entrar a la oficina de Juan Peña. Mientras el resto de los compañeros comentan: —¡No sabe en qué lío se metió! —Menos mal que fue a buscarlo… sino, nadie saca el trabajo…

Entre comentarios y comentarios, transcurre un tiempo y el que está vigilante en la puerta anuncia: —Parece que viene… —Corre a su puesto y asume una postura de “estar muy ocupado”.

Acacio Blanco Albar entra a la oficina y se dirige a su escritorio, en su rostro se nota el disgusto. Nadie se atreve a preguntar qué pasó, aunque esperan ansiosos que hable, pero él está ocupado en su ordenador y comienza a enviar los primeros correos.

El mismo que corrió hacia la puerta para espiar, camina con disimulo y se detiene cerca del escritorio de Acacio. Al ver que puede acceder a los correos, se le escapa:

—¡Envió el correo! —De inmediato se forma un pequeño alboroto y todos corren. Se paran detrás de Acacio Blanco Albar para observar. —¿Cómo se hace? —¿En dónde aparece la clave? Él explica paso por paso y hay quien toma nota para no olvidar el proceso.

—Tienes razón Acacio, ¡Esta página es absurda! —dice alguien mientras lee los apuntes y camina a su escritorio.

Los compañeros, entre palabras de agradecimientos, se desplazan a sus respectivos puestos. Sin embargo, muchos le piden ayuda. Él va de a sus escritorios y aclara las dudas. Al terminar de explicarles ya comienza asomarse la tarde. El almuerzo lo han hecho como han podido: sentados en sus escritorios, entre el envío de un correo y otro, de pie o aún no lo han hecho, como ocurre con Acacio Blanco Albar que pretende terminar con el primer listado de veinte correos antes de pararse para almorzar, pero sus intenciones se ven truncadas al aparecer Juan Peña y Emma.

—Acacio Blanco Albar, ¿Cómo te ha ido con el trabajo? ¿Pudiste superar los primeros traspiés? —Sin esperar respuesta, Juan Peña continúa —Por otro lado veo que los demás están adelantados con el envío de los correos, pero no han llevado los documentos a los respectivos departamentos…

—Aún sigo en espera, con los acuses de recibo en mano… —dice Emma con una amplia sonrisa. Se escuchan murmullos con diversas excusas que Juan Peña interrumpe:

—Vamos a dejarlo así por hoy. Cierren todas las páginas y apaguen sus ordenadores. Mañana Emma y yo volvemos abrir la página, la que para alguien ha sido tan molesta. —Al decir esto mira al puesto de Acacio Blanco Albar y algunos esbozan una sonrisa. —De momento hay una breve reunión en el salón.

Se escuchan movimientos de papeles, de sillas, de teclados. Los que ya terminaron salen y esperan cerca de la puerta a sus compañeros. Acacio Blanco Albar está molesto por el comentario de Juan Peña, apaga su ordenador y se dirige a la salida. Al pasar cerca de Emma y Juan Peña, éste, en voz baja, casi en un susurro, le dice:

—Veo que sabes distinguir entre la idea que puedes compartir, con aquella a la que debes obediencia. Me alegra que solo compartieras la información del envío de los documentos.

Acacio Blanco Albar escucha con asombro y percibe en esas palabras una amenaza; sin embargo, no distingue el motivo que la origina. Se voltea para enfrentarse a Juan Peña, pero  Diego, que ha presenciado la escena, le pasa el brazo por el hombro y mientras lo lleva a la puerta le dice:

Las olas son sólo agua. El viento, sólo aire. Y, sin embargo, aunque el relámpago sea fuego… debe responder a la llamada del trueno.

Acacio Blanco Albar no se toma la molestia de preguntarle a Diego quién dice esas palabras. Con una interrogación dibujada en su rostro y la cabeza llena de palabras confusas, se dirige con pasos inciertos al salón de reuniones.

Con una exhaustiva mirada busca a Saturnino Segundo, pero no está en el salón. Toma asiento y apenas se entera de los temas que se tratan. En su mente rebobina los sucesos del día. Recuerda las caras contrariadas de Juan Peña y de Emma cuando descifró el enigma de la tan mencionada página, pero sigue sin entender qué ocurre.

Hay algo que se me escapa. ¿Habré descubierto, sin darme cuenta, algún documento oculto, confidencial, turbio? Sea lo que sea, sospecho que nadie me lo va a aclarar. Ojalá no me despidan. —Dándole vueltas a este pensamiento, pero con su cuerpo en postura de interés por lo que ocurre a su alrededor, transcurre el tiempo. La reunión se prolonga hasta bien entrada la noche y piensa: muy tarde para ir a la casa de Saturnino Segundo. Sus pies se mueven guiados por la preocupación. Con mucha hambre y la sensación de haber vivido un día muy extraño, revisa el móvil. No hay respuestas de sus mensajes, le deja otro y como es su costumbre llama al taxi. Los habituales compañeros de ruta se le suman. No tiene fuerzas ni ánimo para reclamar los diversos recibos que no le han cancelado y de nuevo, guarda silencio. Cuando se queda solo con In, le comenta lo que le dijo Juan Peña y le pregunta:

—Qué quiso decir con que solo compartí la información del envío de los documentos. ¿Acaso había otra?

Los ojos de In brillan en la oscuridad y felicita al despistado Acacio.

—Acabas de independizarte de la monotonía. Has demostrado que puedes distinguir entre una investigación y el trabajo rutinario del resto. Dejaste de estar en las garras de Juan Peña y Emma. —El taxi se detiene, para señalar que In llegó a su destino. Éste, a modo de despedida, le dice —¡Mañana seguimos con esta conversación!

El dibujo de interrogación que había permanecido en el rostro de Acacio se transforma en una mueca de asombro, como una litografía impresa en su piel. El taxi avanza lento, él abre la ventana para que el frío aire le devuelva algo de color a sus mejillas. El taxista lo mira a través del espejo y se aventura a decir:

—Perdona que me meta en tus asuntos, pero me temo que estás en un aprieto. Al parecer, has desenmascarado una trama.

Acacio sigue sin comprender y le pide que se explique mejor. El taxista continúa:

—Es muy simple, existe una realidad que todos ven, comparten y defienden, pero esta esconde otra verdad que mueve los hilos y ella, de vez en cuando, necesita ser renovada para crear la sensación de justicia o de progreso. Llegado ese momento, se muestra algo de su lado oscuro y se señalan culpables, a los que se les persiguen, se castigan.

—Creo que eso ya pasó… con los despidos. —Atina a susurrar Acacio y el poco aliento que tenía, se escapó de su cuerpo sin que él pudiera contenerlo. Cierra la ventana y la máscara que esconde su rostro se fractura. Deja entrever el tormento de su pálida expresión. El taxista continúa y su calmada voz devuelve la sangre al cuerpo de Acacio. La piel comienza a mostrar sus colores.

—Al ponerle cara a los «culpables», la mayoría aprueba complacida y se tejen nuevas historias, comprueban la veracidad de sus creencias. Mientras pierden sus días en ello, se instala otra nueva realidad para ser compartida por todos, sin modificar las verdaderas intenciones, que siempre han sido las mismas. Si se cuestiona este proceso, que creo que fue lo que te pasó, se abre una puerta que permite vislumbrar parte de la realidad que mueve los hilos, pero si te fijas bien, te darás cuenta de que esa verdad esconde otras, difíciles de imaginar.

—Creo que debo usar otra estrategia con los compañeros y prestar más atención. —Dice Acacio, con una voz neutra. Más que un comentario, es una reflexión para sí mismo. El taxista asiente con la cabeza y continúa:

—Lo único seguro es que una vez que cuestionas lo visible, el camino se complica, vas contra corriente y debes decidir si continúas defendiendo la realidad que todos ven y comparten, aunque tú no lo hagas o si te enfrentas al nuevo camino que te proporciona el abrir las otras puertas. En cualquier caso, desvelaste el misterio y ya no hay vuelta atrás.

Al terminar de hablar, el taxi se detiene. Acacio Blanco Albar ha llegado a su destino. Al cancelar el monto de la carrera, los dos intercambian miradas y en un arranque de lucidez Acacio le dice:

—No quiero abusar, pero ¿te puedo pedir un favor? —El chofer asiente con la cabeza. —Cuando te vuelva a llamar y estos compañeros se vengan conmigo, tráeme primero a mí. Luego los dejas a ellos, no importa en qué orden. Con «algo» tengo que comenzar a cambiar… Me alegro de haber hablado contigo.

Ambos sonríen. Acacio Blanco Albar guarda el nuevo recibo junto con todos los anteriores y se dirige a su casa. Piensa que, para evitar problemas con Virginia, lo más conveniente es pedir un préstamo para tapar el hueco que han dejado en su economía, las carreras de taxi «compartidas». Mañana será otro día.


Sigue en: Nuevo amanecer.5




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