Llegué a una calle con una diminuta acera para caminar, una calzada muy angosta, tanto, que tuve que pegarme a las paredes de una casa para permitir el paso de algún coche eventual. Todas las casas se parecían mucho: pequeñas, dos plantas.
Había pocos vecinos lo que me pareció perfecto, además justo al frente había una reserva natural. Supe que no se podía edificar en ella, por lo que tendría vistas maravillosas que compensarán la falta de jardín, uno de mis «imprescindibles», quizás por eso era la más cara que había visto. Pensé que por las vistas y el frescor que se respiraba valdría la pena.
Pregunté a la persona que mostró la vivienda por los contenedores de basura y del aparcamiento del coche. Esa persona respondió, con su gran sonrisa, que los contenedores están a sólo tres calles porque, como era obvio, un camión no podía desplazarse por allí y que el aparcamiento para el coche (también sólo a tres calles) se lo podía negociar con los encargados, eso sí, debemos acordar una pequeña cantidad. Aquí los dos sonreímos con complicidad, compartimos el conocimiento de algo evidente. El trato se cerró. Compré la casa.
En el aparcamiento, a tres calles de distancia, fui considerado usuario con preferencias y descuentos en tarifa desde el primer momento lo que permitió al camión de la mudanza aparcar sin problemas. Dos individuos sudorosos y cansados cargaron con los muebles y todas las pertenencias. Las idas y venidas por esas calles incrementó el costo del traslado, lo pagué con tranquilidad mientras pensé que el olor del césped, los árboles, las flores, en fin, que tener a un paso ese parque natural, merecían la pena todos estos pequeños sacrificios.
Los habitantes de esa callejuela hacían vida en el parque. Lo usaban para desayunar, almorzar, hacer la siesta, reuniones vecinales, cenas y cualquier otro festejo de esos que aburren seguir enumerando. No fue difícil integrarse a las idas y venidas junto a los residentes, desde las casas al parque a través de la estrecha vía asfaltada. Pronto fui parte de ellos.
Al poco tiempo de haberme sumado a esa rutina noté grietas en la diminuta calzada, que tan solo permitía el paso de un coche pequeño.
Aproveché una noche en el parque para hablar en voz alta, con todos a la vez, sobre las grietas. Se concentraron a mi alrededor cuando usé como principal argumento el poco tránsito y lo mínimo de los desperfectos por lo que sería económica su reparación, así que sugerí que nos pusiéramos de acuerdo para arreglarla antes de que fuese a más. Ante el breve y decidido discurso nos organizamos: se eligió un comité con los habitantes más antiguos, del cual evidentemente me excluyeron.
Redactaron un documento y aunque pensé que tenía errores, no dije nada y me sumé a dicha firma con cierta molestia interna por lo que la firma quedó un poco más grande que la del resto, dando la impresión de ser quien lidera la solicitud. Así el comité se dirigió a las autoridades con el documento en sus manos. Éste enfatiza en la «obligación de la institución en preservar el parque y por lo tanto los vecinos firmantes exigen los arreglos de la calzada para mantener su acceso y evitar más deterioros”
Las autoridades escucharon las peticiones. Decidieron hacerse cargo de los arreglos necesarios. De mutuo acuerdo resolvieron aprovechar los días festivos, próximos al fin de semana, para realizar esos trabajos. Acordaron que dado lo estrecho del espacio y para evitar molestias (el polvo, ruido, etc.) los vecinos nos iríamos esos cuatros días (para dejar la calle y casas vacías).
El jueves por la tarde parecía el inicio de una gran fiesta: mientras caminábamos1222q hacia el aparcamiento nos saludamos con las manos, bromeamos, nos despedimos alegres, cargados de cuantas cosas se nos pudieron ocurrir llevar para pasar esos cuatro días. Ya en la playa no pude disfrutar del mar ni del sol, mi mente no paró de imaginar los posibles arreglos que estarían haciendo, no dejé de pensar en la felicidad que me esperaba al volver: la calle arreglada, lisa, perfecta y el parque, ese maravilloso oasis verde.
Por fin llegó el momento de regresar. Dejé el coche en el aparcamiento, caminé con mis cosas en ambos brazos y en la mochila sobre mi espalda, sentí el cansancio. «Es increíble la cantidad de tonterías que llevo solo para unos pocos días de vacaciones» eso pensé mientras apresuraba los pasos, «solo espero ver la tan amada callejuela» me atreví a bromear con mi mente al recorrer las tres calles que separan el aparcamiento de la casa. En el trayecto me encontré con algunos vecinos que parecían un grupo de excursionistas, felices por llegar a su destino. Nos saludamos con amabilidad, pero sin mucha euforia por el cansancio.
Al entrar a mi calle la percibí oscura, esa luz no era habitual. Al avanzar me dio taquicardia, vi un enorme muro. Habían cercado el parque. Pude leer en una gran valla como las instituciones agradecen a los habitantes la alerta sobre el posible riesgo del parque al estar al descubierto y estaba escrito todos los nombres de los vecinos, el mío de primero. También habían colocado una puerta y una caseta con un vigilante que vendía entradas para acceder.
La calle quedó oscura, las diminutas casas parecían estar aplastadas por el muro y la imponente valla. El pequeño desperfecto de la calzada quedó intacto.

Qué deprimente. La vida está llena de malentendidos y errores de cálculo. La cándida actitud de los vecinos abandonando sus casas durante cuatro días y dejándolo todo en manos de la autoridad, da que pensar. Y ese desastre lleva estampada nuestra firma, que es como la guinda del pastel. Saludos cordiales.
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El problema son las entrelíneas a las que no siempre atendemos y justamente la «La cándida actitud» como la llamas. Tristemente esto está basado en un hecho real aunque no es textual claro. Saludos Antonio, nos vemos en las redes
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TREMENDA APATIA DEL CONFORMISMO
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Tristemente conozco a más de uno, que son muy felices.
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