Carmen M. Sosa: La muerte del líder (21)

Para Carmen M. Sosa y Manuel la noche se hace eterna. A pesar de la promesa de Onagnaz de ayudarlos para aclarar lo relacionado con los intereses del préstamo, ese problema los mantiene en vela.

Los dos se fueron cansados a sus trabajos. Habían sido citados por el «maestro» a la hora de cierre del almacén para aclarar todo junto a Víctor y Daniel. Así que los mensajes de apoyo a través del teléfono móvil empezaron desde el mismo momento en se separaron para atravesar las respectivas puertas que delimitaban sus lugares de trabajo: Carmen entró a la cocina del Café de la Tertulia de la Tarde por su delantal azul y Manuel al almacén y ninguno pudo evitar enviarse un trébol de cuatro hojas y un corazón en el mismo mensaje como amuleto de buena suerte. Por separado sonrieron al mismo tiempo al ver lo sincronizado del mensaje.  

La mañana transcurre sin contratiempos. Carmen atiende a las mesas y se descubre atenta al vuelo de la abeja que la acompaña desde hace días.

A la hora del almuerzo compra una pizza y va al pequeño recinto que sirve de oficina de Manuel. Él la espera para comer juntos y aclarar las dudas que tienen sobre la tan esperada reunión.

El esposo de Milagros sigue a Carmen M. Sosa hasta la oficina de Manuel, los saluda y verifica que la comida no es producto de algún hurto de su negocio. Luego se marcha satisfecho de saber que ellos han entendido que ese trabajo no es para pasar el rato ni obtener beneficios personales.

Por la tarde llegan al Café Onagnaz, Víctor, Daniel y sus asiduos acompañantes. Con el desorden que los caracteriza piden sus raciones de tartas, cafés y al finalizar Carmen vuelve a presenciar el ritual para el pago del consumo del «maestro». El esposo de Milagros le busca conversación al señalarle que Saturnino ya no está con el grupo, pero en esta oportunidad ella no hace ningún comentario. Desea terminar pronto para ir al encuentro con Manuel.

Recoge los platos, tazas, servilleteros. Con las bandejas repletas y sin mediar palabras ni perder el tiempo, va por todos los rincones hasta la barra y de allí a la cocina. Lava los utensilios, los coloca en sus puestos. Limpia el local, organiza las sillas, las mesas y ya cansada de tanto ir y venir se despide del esposo de Milagros que le dice en un tono irónico:

—Hasta pronto Carmen, en mi opinión hoy tendrás una noche inolvidable. Casi me atrevo a presagiar que mañana no vienes —y al decir esto suelta esa carcajada que desentona con cualquier sonido armónico. Ella tan solo murmura «Hasta mañana» como respuesta y camina apresurada al encuentro con Manuel.

Carmen llega a la pequeña oficina y encuentra a Manuel atareado con unos bultos que acaban de entregarle. Debe organizarlos en los pequeños pasillos creados por muchos estantes dispuestos como un laberinto.

—Quiero terminar antes que el maestro llegue. Así la reunión se hará más temprano. —dice sin dejar de mover los bultos de un lado a otro. Ella lo ayuda diligente y están a punto de concluir cuando escuchan pasos que retumban por el largo y solitario salón de EMCU, hasta que llegan a la mesa del fondo en donde la pareja organiza los últimos paquetes. Se saludan y Daniel dice con una voz muy dulce, casi melódica:

—Es mejor que Carmen se vaya, será más cómodo si estamos solos.

Un poco nerviosa, Carmen no sabe cómo comportarse, Manuel la calma y le pide que lo espere en casa. Ella se despide y al salir observa a la abeja que parece permanecer atenta a la escena. Camina rápido, se tropieza con sus propios pasos y una vez que está lo suficientemente lejos para no escuchar, Daniel habla de nuevo:

—Termina de organizar esos paquetes y cierra el local. Vamos a salir al estacionamiento y hablamos allí. Aclarar este enredo es solo cuestión de un instante. Todos estamos cansados. Es muy tarde.

Una vez en el estacionamiento Daniel, con un leve toque en el codo, dirige a Onagnaz hasta recostarlo en un gran vehículo de transporte de provisiones. Manuel sigue en la oficina, coloca el último paquete en el estante, cierra la puerta y avanza hacia los tres amigos que silenciosos y serios lo esperan. Se acerca a ellos un poco nervioso por las circunstancias. En el lugar hay algunos vehículos y contenedores de basura. Continúa su camino y de súbito apareen unas sombras que se multiplican, lo capturan y lo inmovilizan.

—¡Esto es por no pagar a tiempo! —Gritan como posesos los que, armados con palos y sin darle oportunidad para reaccionar, lo golpean sin piedad —¡Deja de hablar por allí sobre nosotros! ¡Aprende a bajar la cabeza! Mientras, del vehículo del que está recostado Onagnaz salen otras sombras absolutamente sincronizadas con los que golpean a Manuel, lo inmovilizan y obligan a contemplar el espectáculo a la vez que Daniel graba con su móvil la escena. No pierde detalle, apunta hacia los porrazos, las gotas de sangre, cada gesto transfigurado de Manuel. Cual director de cine pide brutalidad, más realismo, grita que repitan los golpes hasta que los planos sean satisfactorios. Onagnaz no da crédito a lo que ocurre y lucha por zafarse para ayudar a Manuel, sin éxito.

—Este es el rostro que le mostramos a los que, por una razón u otra, se enfrenta a nosotros —Suena la voz de Víctor. Con palabras pausadas, masticadas y en un volumen muy alto dice directamente a Onagnaz, quien es obligado por las manos que lo sujetan a devolverle la mirada. —Observa el semblante que nunca vamos a reconocer públicamente y para aquellos que pretendan denunciarnos, tenemos más muestras de esta misma cara.

Con un parpadeo, Víctor da la señal para que Daniel guarde su móvil y el resto prepare la escena para que sea vista por los demás. Como si se tratara de un acto muy ensayado y con un argumento cuidadosamente estudiado limpian del suelo las manchas más evidentes y en un solo movimiento introducen en la parte de atrás de ese vehículo, contra el cual está inmovilizado Onagnaz, el cuerpo de Manuel casi inconsciente. El «maestro» también es introducido allí sin mucho cuidado.

Onagnaz está aturdido, hay demasiada angustia fuera de su mundo y en un intento para que Manuel no pierda el conocimiento insiste en hablarle y pedirle que aguante hasta que llegue ayuda.

Todo pasa muy rápido, a los pocos minutos llegan al hospital. A Manuel lo atienden en urgencias, mientras afuera Daniel organiza un relato ante algunas personas de autoridad.

—Lo encontramos tendido en el suelo del estacionamiento… —Indicó no tener más información, alegó que llegó luego de la llamada de auxilio de Onagnaz.

Con toda la atención dirigida hacia Onagnaz, éste siente la presión de tener que decir algo, dar explicaciones, piensa en Anier y en todas sus hijas. El silencio de Onagnaz se prolonga hasta hacerse sospechoso, tanto, que da tiempo a que Víctor le pregunte alto y claro:

—Onagnaz ¿tienes algo que denunciar? Cuéntales a estas personas qué ha pasado.

El pecho de Onagnaz se agita sin control, un dolor agudo le atraviesa el cuerpo. El brazo le duele, cae al suelo y ya no siente nada. Unas manos diligentes lo asisten, le dan la atención requerida y al abrir los ojos se percata que está en una habitación.

En ese momento Onagnaz siente el miedo y la culpa que no lo abandonará nunca más mientras viva. Anier tenía razón, la alianza que había hecho con Víctor y Daniel no era la que él pensaba. Esos dos tenían otras oscuras intenciones que él, a pesar de las advertencias de ella, no fue capaz de detectar. Ahora, que sabe la verdad, es demasiado tarde.

Onagnaz no está preparado para afrontar esta realidad, que se encuentra muy lejos de sus teorías. No sabe cómo obrar, ni qué pensar. En la espera de Anier, se queda en silencio. Definitivamente no habla, ni siquiera consigo mismo. Acostado en la cama, perdido entre tantas imágenes confusas, escucha muy suave la voz de Víctor «…tus hijas seguirán los pasos de Manuel», estas palabras lo derrumban. Él se las repite una y otra vez mientras le coloca la almohada sobre su rostro y presiona, hasta que Onagnaz deja de respirar.

El mundo ideal de Onagnaz estalló. Víctor se mueve entre las sombras y con su habitual discreción hace circular a través de los mensajes de los teléfonos «El maestro los necesita. Lleguen de inmediato» El grupo de la Vida Próspera cae en crisis y se moviliza. Cumplen las órdenes y llegan en bandadas, atropellándose unos con otros.

Transcurren las horas y los empleados del hospital contactan con los familiares de Manuel, que está en cuidados intensivos, luego llega Carmen directo a la habitación de Manuel en donde los padres la miran con reproches mal disimulados antes de ir a cafetín del hospital para pasar con café el mal trago de tener a su hijo medio muerto. También han llamado a la familia de Onagnaz. Su esposa Anier se presenta y es informada de que éste sufrió un infarto, que lo atendieron rápido, pero no pudieron salvarlo.

Han pasado varias horas desde que ambas mujeres llegaron al hospital. Manuel ya está despierto y Carmen sale de la habitación para buscar a los padres de él, ya que no le contestan el móvil y su hijo insiste en preguntar por ellos. Por los pasillos de cuidados intensivos se tropiezan ambas. Carmen, con su fresco vestido verde que recuerda el césped, peinado de trenzas. Anier, trajeada de negro, melena suelta como un felino. Ambas contrastan con la vestimenta del grupo «Vida Próspera» que van con trajes y gafas azules y las mujeres adornan sus cabellos sueltos con cintas del mismo color. Anier y Carmen, aunque no son amigas, se conocen a través de sus respectivos esposos. Sorprendidas se saludan al unísono y se preguntan la una a la otra por qué están allí.

Carmen M. Sosa estalla en llanto al escuchar la explicación de Anier sobre la muerte del «maestro». Al calmarse un poco le cuenta que esa misma noche Manuel acudió a un encuentro con Onagnaz, Víctor, Daniel y que no sabe cómo, pero que lo atacaron en el estacionamiento del Café de la Tertulia de la Tarde.

—Mi Manuel está con fracturas y contusiones muy severas. —dice Carmen y se percata que una abeja revolotea cerca de ellas.

Anier escucha con tristeza y miedo, sin poder borrar de su mente lo dicho por Onagnaz a tempranas horas de esa misma noche, en donde ponía en dudas las acciones de Víctor y Daniel en relación con los préstamos. «Actúan a mis espaldas y cobran altísimos intereses». Sin pensarlo más y para huir de las miradas del grupo Vida Próspera que tratan de escuchar, deciden refugiarse en la habitación de Manuel para que él le cuente lo ocurrido. Al poco tiempo sale y no puede apartar la imagen de Carmen sumergida en lágrimas y la de él, con sus ojos ausentes.

Decide ayudarlos a pagar esa deuda con EMCU y llama a la administradora de la empresa para que le dé un adelanto de su sueldo. No le explica las razones, pero ante la repentina muerte de Onagnaz, Milagros deduce que esa es la razón y accede a llevarle el dinero en efectivo.

A las pocas horas Carmen se vuelve a encontrar con Anier quien habla con Milagros. Se saludan y Anier le hace una seña que le indica que ésta no sabe nada sobre la conversación que habían tenido antes. De inmediato comienzan hablar de los detalles de la ceremonia para velar a Onagnaz, pero Anier está al acecho de un pequeño instante de distracción de Milagros y de las sombras que las vigilan para darle a Carmen lo que tiene escondido entre su ropa. Llega el momento y se lo entrega. Carmen M. Sosa se sorprende al darse cuenta que es dinero. Realiza un gesto de querer preguntar, sin embargo, no tiene tiempo para ello, lo toma y esconde también dentro de un amplio bolsillo de su falda. Piensa que puede pagar la parte de la deuda que ellos le reclamaron a Manuel.

La conversación de las mujeres se ve interrumpida por Víctor y Daniel que se acercan silenciosos con caminar pausado y la mirara fija en Carmen. Los siguen algunos de sus pupilos que llaman la atención por sus voces estridentes y se multiplican a sí mismos por los círculos que crean tras tropezar entre ellos y con ellos mismos. Líderes y seguidores se ubican alrededor de Carmen M. Sosa, la envuelven en un manto de seda especial hecho con sus palabrerías para separarla de Anier y Milagros. Cubierta de penumbras la conducen hasta la habitación donde yace Manuel. Anier trata de impedirlo, pero Milagros la abraza. Ha interpretado su desespero como pesadumbre por la pérdida de su esposo y la arrastra en dirección opuesta.

Carmen M. Sosa se encuentra sola con los agresores de Manuel quien, adolorido y bajo el efecto de los calmantes, no se percata de lo que ocurre a su alrededor. Ella mira hacia la ventana y al notar la presencia de una abeja, se extraña por la calma que le transmite.

  

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