Al salir de casa pienso en lo injusto que es pasar tanto tiempo en un tráfico infernal. Cada día hay algún contratiempo distinto, alguna calle sin arreglar, alguna colisión, algún «algo» de último momento.
«Esto tiene que terminar» oyó en su mente, a su propia voz. «Alguien debe poner orden» completaron su labios en un alarido que nadie más escuchó en la soledad de su coche, con las ventanillas arriba.
Solía aparcar rápidamente para que le diera tiempo de un café con sus compañeros en el pequeño oasis al aire libre con forma de patio cubierto, resguardados de los supervisores y coordinadores que los vigilan disfrazados de paredes; allí sus oídos no tenían alcance o esa era la impresión que daba, aunque de vez en vez podían dejarse ver al buscar un café de máquina.
Llegó y ya estaban allí los compañeros más asiduos a las habladurías. Como era costumbre la charla empezaba en torno al tráfico. Algunos aprovechaban ese breve tiempo para fumar mientras se peleaban las máquinas en la pared del fondo que, café si café no, solían robarle las monedas.
Caían muchas quejas en forma de relatos resumidos, pero exagerados, sobre algún algo de esos que pasaban continuamente. «El problema real es que …» frase que solía cerrar esa particular lluvia de ideas con la cual se entretenían y daba pie para comenzar hablar sobre la verdadera cuestión que tenían en mente: lo mal que estaban todas las cosas. Luego llegaban las soluciones, las mismas a diario. Pasado el ritual de los reclamos, se disponían a compartir rumores sobre el proyecto en los que trabajaban. Todos los días había cuchicheos sobre alguien a quien cuestionar, fallos que criticar e «incoherencias» que señalar. «Hay que ser más inteligente para la próxima vez» decía aliviado de que fuese el trabajo de otro el cuestionado, así participaba de las bromas e ironías que se generaban hasta que llegaba el momento de iniciar las labores.
Un día, al disponerse a salir de su casa, supo por las noticias que no podía llevarse el coche. Se le había olvidado lo de la nueva ley, esa que ponía días de circulación por zonas a los vehículos particulares. ¿La había olvidado o realmente no la había escuchado? Eso ya no importaba, le cayó de sorpresa, pero le pareció bien, «alguien había tomado cartas en el asunto» pensó. Apagó la radio y tranquilamente se dirigió a la parada del transporte público que estaba colapsada. Inmediatamente pensó que la culpa la tenían las personas que no habían tomado las precauciones necesarias y por supuesto se incluyó.
Con resignación buscó un taxi. No había disponibles. Trató con Uber. No había disponibles. Decidió volver a la parada del autobús. Esperó hasta que pudo subirse a uno. Ya comenzaba a sudar y por fin llegó a su destino. La parada estaba a seis calles del trabajo por lo que caminó lo más rápido que pudo.
El no poder usar su coche se repitió al día siguiente y al siguiente… «Por los momentos, no hay fecha programada para levantar la medida. Solo circularán los autorizados…» repetían en eco los medios de comunicación para reforzar su mensaje con micro-reportajes sobre las ventajas y necesidad de la restricción.
Las posibilidades de taxi o Uber se reducían. Los días de suerte se podían conseguir al pagar lo que se empezó a denominar «plus de tarifa» (incremento por ser seleccionado como cliente en la hora punta) Coger el autobús, y hacer la caminata hacia el edificio, era la opción más incómoda pero la más habitual. Atrás habían quedado sus cafés pre-jornadas y sus charlas inconclusas en la mañana. Sin embargo, el tema a la hora de descanso era el mismo: el tráfico y los «algos» de siempre. Realmente no sabía si los demás atravesaban por lo mismo, no lo sabía y no se atrevía a preguntarlo por temor a parecer ignorante.
Empezaba a acostumbrarse a su nueva rutina, pero esta se rompió al ser convocados con urgencia al salón de reuniones. Asistieron un poco nerviosos, no era habitual este tipo de avisos, tampoco había ningún rumor sobre el por qué de dicha reunión. Al llegar buscaron en los ojos de los demás las respuestas que no tenían. La charla comenzó con las gracias por la asistencia masiva y dijeron que con ello se ratificaba la aceptación a lo que se iba anunciar. Entonces comenzaron a explicar las nuevas medidas sobre la hora de llegada. Aquí dejó de interesarse y comenzó a contar los minutos que le quedaban para poder tomarse su segundo café del día, pensaba en esto y solo escuchaba fragmentos:
«…Entre un conjunto de mejoras, se han dispuesto varios autobuses para los empleados… Han sido muchos los que se han retrasado últimamente…»
Sintió vergüenza. Durante cinco años no le había ocurrido y ahora lleva una racha de retrasos. Luego, sintió alivio al percatarse de que no tendría que luchar por buscar el autobús. La charla se hacía pesada, decían cosas que el fastidio impedía escuchar, solo pensaba que consumían todo su tiempo de descanso y así ocurrió. Al terminar la charla todos caminaron en orden, pero apresurados a sus puestos de trabajo.
Se guardó las ganas del café de media mañana. La jornada se hizo interminable hasta que por fin llegó la hora de irse, pero con sorpresa descubrieron que las puertas estaban bloqueadas. Les hicieron formar una fila para darles las acreditaciones que les permitirían subir a esos vehículos. Ordenados y en silencio, uno detrás de otros hasta más allá de los torniquetes de acceso a los empleados, escuchaban una voz impersonal de los altavoces dispuestos por todo el edificio:
«A partir de ese momento está prohibido utilizar el aparcamiento del edificio para sus vehículos particulares. Recuerden que estas medidas se han tomado por el bien común…»
La fila avanza lenta, mientras esperan con paciencia. «Bueno es la primera vez, lógico que tarden un poco…» dice para sus adentros para silenciar sus quejas internas que ya amenazan con buscar salida. Intenta distraerse y observa a los demás que, por sus caras, parecen estar en el mismo proceso interno de auto-calma.
Pasado un tiempo, que se hizo eterno, llegó su turno. Una vez con sus credenciales y una carpeta en sus manos, se vio en otra fila al frente del autobús que le habían asignado. Al subir una persona toma nota en una carpeta del mismo color del vehículo y de su uniforme. Luego le indica los puestos asignados. Así supo que iba con otras 49 personas.
En el autobús que le tocó, reconoció algunos rostros. Se sentó en el puesto señalado y se alegró al ver que conocía al compañero de asiento. Rompió su silencio para buscar conversación, pero en vista de la negativa del otro comenzó a observar el paisaje. El trayecto se hacía eterno. Para distraerse un poco sacó su móvil y su app de lectura:

De vez en vez levantaba la vista sin reconocer por dónde iban, deseaba llegar rápido.
El asistente de la conductora anunciaba el nombre de la persona que debía bajarse no sin antes entregar la carpeta que le dieron al subir y que era meticulosamente revisada, hoja por hoja. Así se enteró que dentro de la carpeta había algo que debía firmar. La abrió de forma compulsiva y encontró: El horario, la ruta (comprobó que su parada quedaba a diez calles de su casa) y las normas, de las cuales una llamó su atención:
«El costo del servicio será detallado en nómina bajo el concepto «Contingencia». El no-uso de este transporte ocasiona un gasto que el no-usuario debe pagar sin el descuento de empleado»
El agotamiento hizo que no se detuviera mucho en la frase. La cabeza le dio vueltas y comenzó a enumerar lo que pensó eran ventajas de su nueva situación: ahorraría combustible, podía leer en el trayecto… buscó otras ventajas. Por los momentos no encontraba otras, pero estas les valían para llenarse de satisfacción. «Espero que mañana sea diferente» pensó.
A la mañana siguiente se levantó de madrugada para ducharse, preparar su almuerzo y poder estar a tiempo en su parada. No desayunó. Llegó al sitio señalado y esperó sin atreverse a mirar el móvil ni apartar la vista de los coches que pasaban, atento al autobús que no terminaba de llegar, se tranquilizaba al repetir en voz alta que no tendría que lidiar con el tráfico, que podía continuar con su lectura.
Al subir al autobús, le recordaron el puesto que debía ocupar. Mientras caminaba a su asiento comprobó que sólo había unas pocas personas somnolientas. Al sentarse sacó su móvil y continuó en donde había dejado el día anterior su lectura:

Sus ojos se habían cerrado. Sintió una mano condescendiente que le indicaba haber llegado. Se dispuso a salir, pero nuevamente hubo que esperar: Tenían que presentar al ayudante de la chofer su credencial. También debía esperar que hiciera el asiento del trayecto, que colocar su firma y fecha en la carpeta del mismo color que el autobús y que el uniforme de ambos empleados del vehículo. Luego le devolvía la carpeta y podía salir.
La jornada fue lenta y dolorosa. Al llegar la tan ansiada hora del descanso sentía un hambre atroz, pero nuevamente fueron convocados a la sala de conferencias. Allí les explicaron otras medidas que se pensaban tomar. La charla se le perdió en su mente y no logró escuchar, ni siquiera fragmentos. Buscaba con una mirada perdida a sus antiguos compañeros de charla y café sin saber si los añoraba realmente. De todas formas no lo vio. A su lado estaban otras personas que también parecían buscar a alguien con disimulo. Hizo un esfuerzo y pensó que todo tenía sus ventajas. Evidentemente estas personas habían sido seleccionadas para estar a su lado en este momento, nada parecía casual por lo que alguna afinidad debían tener, así que, probablemente estos serán mejor que los elegidos personalmente, sin sistema ninguno. Entonces pensó: «Poco a poco, los deseos se cumplen. Alguien está organizando mi vida». Se quedó en calma, esperó poder tomarse su café, pero al terminar la reunión ya era hora de volver a su puesto de trabajo.
Borrador de: como nave sin marinero (8) capítulo de Juego de historias: El expulsado.