Carmen M. Sosa: los fluorescentes (4)

Tomó el autobús. En una parada se baja con determinación, un pie tras otro, sus botas de tacón alto tocan el pavimento, sus pasos suenan fuertes y decididos. En realidad, va sin rumbo.

Salir de su casa para aparentar que tiene un trabajo la hace debatirse entre la inseguridad y la rabia, sin embargo, los que la ven pueden pensar que es capaz de comerse el mundo.

A media mañana Carmen M. Sosa se encuentra cansada de vagar por las calles. Con la mente en blanco y la cabeza erguida se sienta a la sombra de un árbol. El trayecto irregular de una hoja la saca de su letargo.

Cae de forma imprevista, a su paso distorsiona la imagen del lugar con meticuloso cuidado. Esto a Carmen le parece una bella propuesta estética. No puede dejar de mirar incrédula la trasformación del lugar: lo que antes era una calle llena de rozagantes transeúntes, coches, motos, árboles, corredores urbanos y bancos en mitad de la acera se había convertido en un cruce de caminos desolado, con pocas personas que atraviesan el confuso panorama dobladas por el peso de los bienes que deseaban salvar, van como como animales de carga.

Unas detonaciones lejanas la pusieron en modo alerta. «Están bombardeando la ciudad» fue la conclusión a la que llegó. Por instinto se arrojó al suelo y observó que el banco en donde estuvo sentada también había cambiado, ya no era de cemento, era de metal. «Llegó la gran catástrofe nacional, o quizás la mundial» Pensó al tiempo que sintió que por fin su triste realidad se sacude y su opaca vida se ilumina con la luz de la tragedia compartida.

Había deseado el estallido de esa tensión social que todos temían, esperaban y negaban al mismo tiempo. Ahora contempla con horror a su alrededor, sin saber cómo comportarse en esta guerra.

Se da cuenta de que a poca distancia hay escombros de cementos y vigas que esconden lo que había sido la entrada a una estación del metro. Un grupo de personas le hacen señas para que llegue hasta allí. La persecución va a comenzar, lo presiente. Tiene que protegerse. Una ráfaga de viento golpea su rostro y al cubrirlo con sus manos, siente entre ellas la servilleta perdida.

—¡Alguien ha escuchado mis suplicas! — Susurra. Con una tranquilidad recién adquirida guarda con cuidado el amuleto dentro del bolsillo del abrigo y corre hacia lo que consideró un refugio.

Empieza a observar con detenimiento a los que huyen de un destino siniestro. Al abrir y cerrar sus ojos pudo distinguirlos con facilidad. Hizo diferentes pruebas antes de reconocer su poder. Si los mira fijamente parecen civiles asustados que se refugian en la entrada de la antigua estación del metro, pero al pestañear varias veces seguidas algunos revelaban sus marcas fluorescentes bajo la ropa. En la confusión de personas los ve llegar desde adentro ¿del túnel? En todo caso es evidente, su intención es atrapar a los que están allí.

Decide actuar. Con precaución saca de su bolsillo la servilleta y dibuja un arma fantástica capaz de disparar rayos mortales. Maravillada observa cómo esta se transforma y le permite atacar por sorpresa a los fluorescentes. Logra despejar la antigua entrada de infiltrados, deja a su paso restos de cuerpos irreconocibles, bañados en sangre, cubiertos con piedras.

Impregnada con todos esos residuos, un sudor frío le cubre el rostro, el cuerpo le duele. Quizás alguna bala enemiga la ha tocado, no lo sabe con certeza, tampoco tiene tiempo para averiguarlo. No hay otra opción, tienen que salir de allí. En voz alta repite:

—Los túneles están tomados y pronto vendrán más.

Las personas reaccionan, ayudan a los que se quedan atrapados en los escombros o debajo de los cadáveres fluorescentes para que puedan salir, levantan en brazos a niños y enceres. Carmen siente el olor del miedo de un gato y lo tranquiliza con un beso de mirada, ese entrecerrar exagerado de los ojos que solo los gatos entienden. Enseguida su humano lo protege, lo introduce dentro de una mochila que se ajusta al pecho y juntos logran escapar.

En la huida por el peligroso camino al descubierto, escucha a los andantes alabar su valentía. Se siente emocionada y fuerte a pesar de su hombro herido. Sabe que los enemigos se multiplican al igual que las personas que huyen.

Con los drones que sobrevuelan de repente el espacio llegaron también los disparos. Muchos caen como si fueran muñecos desarticulados, otros cuerpos se esparcen en pequeños fragmentos. Carmen puede derribar algunos con su poderosa arma, hasta que esta se transforma de nuevo en papel. Pasa poco tiempo presa del pánico antes de darse cuenta de que la servilleta empieza a brillar, es la señal de recarga. Vuelve a disparar. Luego, segura de sí misma, esboza un escudo gigante que lanza al aire para impedir los ataques aéreos. 

Bajo el escudo avanzan, recogen a los heridos y apartan cadáveres, hasta llegar a un lugar que consideran seguro, a pesar de las detonaciones lejanas. Siente que la sacuden. Reacciona ante el dolor del hombro herido y a la voz que repite su nombre.

Después de varios intentos Montse logra que la reconozca. Saluda y ella confundida responde un poco distante a ese rostro apenas conocido. Sin embargo, la amiga insiste en conversar con un tono cálido. Carmen asiente con la cabeza mientras su mirada busca ese lugar seguro que había encontrado, abre el puño para hallar su amuleto perdido, pero no lo encuentra.

La voz de Montse continúa su alegre charla. Carmen busca a los fluorescentes y distingue a unos trabajadores que perforan el asfalto no muy lejos de la entrada de la estación del metro. No sabe por qué el hombro aún le duele.


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